Para establecer un perfil distintivo que especifique el “carácter montañés” se hace necesario destacar algunos rasgos que conforman su identidad, sobre todo lo relacionado con su (autoreivindicado) “espíritu guerrero”, el cual se hará evidente en la decisiva participación que tuvieron los pobladores de ese territorio de la “antigua Cantabria” en la gesta de la Reconquista, en conjunto con los pueblos astures.
Esas hazañas los acompañarán como parte de ese “imaginario colectivo” en la conquista y poblamiento de las tierras americanas, funcionando así como un verdadero estímulo para alcanzar los nuevos horizontes que se habían propuesto.
Las posteriores oleadas inmigratorias, desde mediados del siglo XIX hasta aproximadamente la mitad del XX, ya no tendrán como estandarte “la cruz y la espada” sino un fuerte deseo de elevar su nivel económico y por ende su prestigio social, paradigmas de los nuevos tiempos signados por el recurso monetario como variable de realización personal.
Es así que el comercio, de larga tradición en Cantabria, sobre todo desde la utilización del puerto de Santander y la apertura del “camino de Reinosa”, junto con la liberación a las actividades mercantiles en las colonias americanas, hará surgir una fuerte y emprendedora burguesía mercantil, la cual se orientará hacia el tráfico internacional, en especial con el mercado americano.
Las actividades directa o indirectamente relacionadas con la hotelería, gastronomía, servicios, etc., serán preponderantes en las ocupaciones de los nuevos inmigrantes, los que se integrarán (por ejemplo, a través del casamiento o de relaciones societarias) a las otras colectividades españolas, sobre todo con las del norte, como así también con los criollos o “hijos del país”.
Se reflejará así la existencia de dos directrices o líneas de acción que permanentemente interactuarán entre sí. Desde el comienzo, las vivencias del inmigrante estarán marcadas por su necesidad de integrarse “hacia fuera” pero manteniendo los lazos vinculantes que le garantizaban la ayuda de sus paisanos, es decir, “hacia adentro”.
Entre algunos de los motivos que inducen al poblador montañés a emigrar y buscar “nuevos horizontes” o “hacerse la América”, a pesar del duelo que significará el “cruzar el charco” (imagen emotiva que remite a su necesidad de acortar y minimizar la inmensa distancia oceánica que lo separa de su paisaje y afectos), podremos señalar una alta densidad demográfica en la región de origen, la falta de los recursos necesarios que le permitan lograr su progreso personal, sobre todo la escasez de tierras fértiles la permanencia hasta épocas muy tardías de la institución del “mayorazgo” y su consecuente carácter exclusivo, al concentrar en la autoridad del hermano mayor la administración de los bienes familiares el aislamiento geográfico de muchas aldeas del interior y por ende la falta de posibilidades económicas y sociales la existencia de un servicio militar extenso (explicado en gran parte por la “guerra de Marruecos”), etc.
Además, y como complemento de lo anterior, tendremos un rasgo particularmente montañés: la real o presunta condición de hidalguía o antigua “limpieza de sangre” que, como vimos, le abre a este grupo étnico posibilidades y libertades para trasladarse a cualquier lugar del antiguo y ahora ya “ex” Imperio Colonial Español.
Esto constituirá la piedra fundamental en que se base el “orgullo montañés”, que animará a los “indianos” en todas sus empresas, en las que ostentarán una particular simbiosis de aquella noble austeridad junto con los símbolos mundanos de la nueva riqueza (actos de beneficencia hacia las aldeas de origen y al mismo tiempo la construcción de lujosas mansiones al retornar a ellas).
Sin embargo, a pesar de los “buenos y nuevos tiempos”, nunca dejará de estar presente ese “regionalismo centrípeto”, como algunos autores lo denominan, basado en un fuerte y tradicionalista arraigo a la “tierruca”, sin perder de vista que se forma parte de un contexto más amplio: Castilla y el Estado Español en general.
Es en ese “regionalismo” donde se formarán los rasgos identitarios propios del “ser montañés”. A diferencia de otros regionalismos centrífugos o separatistas, la conciencia de “pertenecer” a la antigua y compleja “hispanidad”, y la idea de Castilla como “constructora” y “sostenedora” de esa noción, marcará el reconocimiento y la continuidad de la identidad étnica cántabra.
Esto explicará, a lo largo de la existencia de este colectivo, la fuerte conexión entre el patriciado tradicional (ya integrado a las clases dirigentes argentinas), la creciente burguesía comercial proveniente de la segunda oleada inmigratoria, y los recién llegados que, alejándose de las penurias de la Guerra Civil y de la también difícil economía de post-guerra, actuarán como mano de obra disponible y deseosa de progresar en negocios propios.
Esta diversidad social se integrará en un todo en el Centro Montañés de Buenos Aires, cuya “casona” (y no es casual que así se la reacondicione y se la denomine), nucleará realizaciones y expectativas personales y grupales a lo largo de su dilatada existencia.
Así, para evitar la profunda división entre parientes o amigos, originada por el cruento conflicto interno, se preferirá “no hablar de política”, mientras que para colaborar con la inserción laboral de los nuevos inmigrantes, se fomentará la educación y capacitación en oficios por parte de las “elites” ya establecidas, como por ejemplo la creación de una Escuela Politécnica, y otras medidas de ese mismo tenor.
La idea del cooperativismo y sus consecuentes metas de “progreso indefinido”, “la lucha por las utopías” dentro de una visión de carácter optimista y en un entramado de prestaciones solidarias para los más necesitados, serán las conductas rectoras que atraviesen la acción en las primeras décadas de existencia de la institución.