Allá… II

El Allá de sus desvelos, el añorado, el siempre presente, el de la lejanía que despierta impotencia constante, el de los amaneceres para ir al puerto a enviar las encomiendas. El del sufrimiento: “es mucho lo que allá luchan, aquel”… El Allá del miedo, de los lobos, de las pocas oportunidades: “solo pastora o a servir, o a la mar y en ello la posibilidad de la muerte”.

La sin salida y a la vez omnipresente, el que estaba en el centro de sus mentes, al menos eso era lo que yo creía.

También estaba el Allá del orgullo: “nosotros sabemos hablar español, castellano, sabemos trabajar; nos enseñaron el respeto, la abnegación, el sacrificarse si quieres tener algo, el ahorrar y el saber usarlo. La no ostentación, hablamos poco, no hablamos cualquier cosa, sabemos darle duro y parejo”.

Y de pronto, corría el mes de mayo, es esto… el Allá.  
 

Me sentía rara en mi vestidito rosado, un cielo deslumbrante desaparecía bajo la niebla, era el cierzo, que descomponía toda expectativa y dejaba apesadumbrada a la gente.


Llegar al valle era una expedición en la montaña, de los precipicios y los escasos medios de transporte, pero nos habían ido a buscar en auto al tren.
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Todo muy verde, la casa de mi abuelo era de piedra, pequeña cocina, asientos y mesa de madera que se levantaba y sostenía  en la pared. Mi abuelo Paco era bajito y menudo, mirada escudriñadora, intensa. Un señor, muy serio, todo el mundo lo respetaba y se dirigían a él de usted, todos lo consultaban, era un consejero de ganado y familias.

La entrada fue un verdadero acontecimiento social, allí estaban todos los vecinos que venían a ver a mi madre, que había partido 25 años antes. Todos lloraban, y hablaban, hablaban mucho en medio de abrazos en la puerta de casa, el portal. Mis cinco primos, más los primos de mis primos, más los vecinos eran muchos niños curiosos, algunos en la vereda de enfrente todos calzando albarcas y unos escarpines de paño.


¿No tenían zapatos? ¿Si tenían vacas porque no les podrían comprar zapatos?

Los chicos vestidos de gris, las señoras de negro, me sentía diferente, ridícula con mi vestidito bordado, todos me miraban. 

Luego el silencio, la lumbre en el piso, no lo podía creer, mi abuelita pañuelo en la cabeza, largas polleras tableadas y delantal, cocinaba en el suelo y se quedaba allí en cuclillas mucho tiempo. 

En la ventana había una cajita de malla de metal, tenía estantes donde se guardaba comida para que tomara fresco.

Así eran las cosas Allá, una sola bombita de luz, solo en la cocina, por un agujerito se pasaba de noche al primer piso donde estaban los dormitorios.

Todo muy ordenado, las camas, otra sorpresa, los colchones hacían ruido, eran de hojas y el balcón de madera. 

Lo que se veía era hermoso, techos de tejas, casas de piedra, caminos sin autos, de vez en cuando algún carro y no por todas las calles, algunas eran tan estrechas que solo se podía caminar por ellas.

No encontrabas gente, pero si te dabas vuelta rápido veías que te espiaban por las ventanas, pero ese secreto me lo contó una prima. Los chicos sabían hacer cosas increíbles, me fui enterando de a poco, cocinar por ejemplo, iban a comprar solos, por esos caminos…

Iban muy lejos a alcanzar comida a los padres que trabajaban en el campo y no volvían, limpiaban las casas de las vacas, iban a buscar agua a la fuente, decían que, era muy buena, yo mucho no entendía que podía ser de bueno en el agua pero así era.

Siempre trataban a los grandes de usted, hasta los papás, eso era muy raro, hasta mi mamá trataba a su madre de usted. Fui ubicándome muy rápidamente, el Valle tenía cinco pueblos, no eran lejanos aunque había que caminar bastante, pero desde ciertos lugares se veía donde estaban… no te podrías perder.

La gente estaba atareada todo el tiempo, de aquí para allá grandes y chicos. Me ponía triste que tuvieran que trabajar los niños… buscar el agua a la fuente, pasar el rastrillo, juntar hierba, colocar en el carro, limpiar, hacer las compras, ir donde te manden, llevar ropa al río, lavar, juntar manzanas, bordar, que era muy difícil, además ir a la escuela, había que ayudar y no se podía parar.

 

Comencé a ir a clases, la señorita me aceptó se llamaba Nieves y era la única maestra de nenas que había, en otro pueblo estaba el colegio de varones. Era amable pero mandaba y se enojaba mucho, nadie entendía porqué, al menos yo no entendía. 

El colegio estaba alejado de las casas, era una sola aula, con un cuartito al costado, allí se colgaban las cosas que las chicas llevaban, por ejemplo el pan que compraban de paso para sus casas, en cestas, espuertas, allí se dejaban también las albarcas, ordenadito.

 

Un día, alguien no dejó bien cerrado y unos cerdos que por ahí andaban, entraron y se dieron una fiesta de pan, dejaron todo tirado. Allí surgió la furia de la señorita Nieves que palo en mano, preguntaba quién fue, nadie contestaba, entonces comenzó a pegar a todas, hasta que una nena con muchas lágrimas y mocos dijo que ella había sido la última pero que no se dio cuenta y era enorme el silencio y  el miedo…

Todo era una  sorpresa, reían cuando pregunté por el baño, les resultaban extrañas  mis preguntas, a falta de ello el monte, así eran las cosas.

Los chicos eran muy valientes, andaban solos por los caminos, hasta mi hermano que era chiquito andaba con ellos. Un día al salir de clase vi algo asombroso, distribuidas en un gran círculo las nenas tiraban piedras enormes hacia el centro, una enorme culebra apareció ante mi vista. Tantas eran las piedras que se partió en dos y de adentro salió un sapito entero.

Era increíble lo que podía ocurrir , luego cada una para su casa y eso no era un acontecimiento especial, ni se hablaba en la mesa de esas cosas, era mucho lo que había que hacer.

Me encantaba salir con ellos, sabían treparse a cualquier parte, aunque fuera muy  alto, árbol o lugar y se reían de mi torpeza, yo los admiraba.

Lo del mando no me gustaba nada, había individualizado tres, la maestra, el secretario Pedro, no sabía que era lo que hacía pero era muy importante y el señor cura que era muy severo.

Fueron apareciendo personas muy cariñosas, Venancia vivía cerca del río, su casa tenía baño, un día le pedí permiso, así tendría menos vergüenza, hasta que me fui acostumbrando. 

Mi abuela tenía baño, era un inodoro portátil, lo descubrí un día cuando mi prima mayor lo traía del río.

 

Me dijeron que yo era indiana, entendí que yo no era de ahí, parecía que por eso me comprendían y me tenían cierta consideración, sobre todo cuando intentaba acompañar a mis primas en sus tareas y me atrancaba al mirar hacia abajo por el miedo. Un día lloré mucho, no me atrevía a saltar una pared que dividía los prados, ellas la desarmaron riendo.

Toda la gente era amable, una familia gigante, Rosa, sus hijos, Pedro Portilla, viejitos, tía Juana, tía Teta, tía Enriqueta, Milagros, Luz, Chana, Adriana, María Luz. Nieves, la recadera, venía de Santander trayéndoles cosas que necesitaban. 

Había historias impresionantes, como lo que le pasó al papá de Margaritina que un día volviendo a su casa por que iba a llover lo mató un rayo. ¡No lo podía creer, así era Allá algo increíble!

El otro tema eran las partidas, mi tío Pelayo contaban, cuando se iba procuraba que nadie lo viera para no ponerse triste. No podía alcanzar la dimensión de lo que decían, pero era algo serio.

No sabía como eran las cosas, ni que iría a pasar cuando yo me fuera. Algún día iba a ocurrir, mi papá y mi casa estaban en Buenos Aires.

Me iba preparando de a poco, cerraba y abría los ojos tratando de ver si podía recordar, a falta de  máquina de fotos, me compré un block. 

Pasé horas dibujando, era mucho  lo que allí había, gatos, gallinas, piedras, herramientas, plantas, amaba ese lugar y no quería olvidar.

Y llegó el día, una mañana temprano, vino el señor de la Chocolatera, así llamaban a una vieja camioneta, verdadera institución, allí supe acerca del dolor compartido, del miedo a no volverse a ver.

Eso era el Allá, montañas blancas, majestuosos picos, verde terciopelo sus valles, transparentes sus ríos, mi Valle de Lamasón. Niños de rojos cachetes, riendo maravillosos, los juegos en el portal, las patatas fritas, el orden, la disciplina, el buen criterio y la organización.
 

Esto era el Allá, acababa de conocer a sus héroes rurales y sentía algo calentito en el pecho, que  me derretía el corazón.

Lic. Beatriz Miranda